Quizás fuera que las cartas del tarot
se guardaban corazones en la manga.
Quizás fuera mi disfraz de seductor
con pase vip bajo su falda.
El caso es que, tras un trago,
me acerqué con el latido desbocado.
“Qué extraño es todo esto, preciosa,
tú tan sola, y yo tan poco acompañado”, la susurré al oído.
Y, sin más conejos en la chistera,
esperé las calificaciones
de vulgar aprendiz de mago.
El caso es que, si no me hubiera sonreído,
yo, quizás, no hubiera cogido el testigo
de seguir sus pisadas por la acera.
“Vamos deja que te lleve, querido”,
dijo montándome en su Harley.
“Cómo resistirme, muñeca”, si acabamos
probando los muelles de la cama
en un motel de carretera.
Tres ratos y un cigarro del después, nos enroscamos
desnudos entre las sábanas.
Y en las cábalas del amanecer, me desperté
con su pintalabios en la almohada.
El caso es que, si en la toalla de lavabo
no hubiera apuntado su teléfono,
volvería a la cicuta de los bares,
y si la he visto, no me acuerdo.
Aquella noche, volvió con falda,
Melena al aire y aires de musa.
Volví a caer por capricho de domar
el salvaje escote de su blusa.
Entramos como un huracán
en un mesón, comiéndonos a besos,
cuando el maître del local
vio el percal y arregló mesa para dos.
Tres botellas de champán francés
despertaron de nuevo los gemidos
en nuestro nido del amor.
El caso es que, con ganas de abrazarla,
abandoné el furor de enamorarme,
sabiendo que con las medias naranjas
se hacen zumos en los bares:
la dejé en los brazos de Morfeo,
cogí la ropa y emprendí el vuelo.
“Doctor, me estaba atrapando en sus redes
comprenda mi automedicación”.
“Comprendo caballero. Continúe cada noche
con su terapia de seducción”.
Para los ligues que no ven la luz del Sol...
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