Yo… me avergüenzo de teneros en mi árbol genealógico. En mis tripas se forman nudos marineros cada vez que os hago compañía. Pagaría el producto interior bruto de un país civilizado para no volver a respirar a vuestra vera.
La felicidad es tan efímera que se mea en la barrera del sonido. Sin embargo, cada vez que la cazo, me la follo por todos sus malditos agujeros. Y si la dejo embarazada, que dé a luz. Pagaré la manutención con la elegancia que tanto os falta.
Tú…, sin embargo, calibras las dosis de felicidad como un vaivén meteorológico. Cuentas anticiclones con los dedos de una mano, y sumas tantos vendavales que podrías llenar enciclopedias. Y no es triste, es inhumano.
Administras tus vacunas con jeringas de cicuta. Pero tienes las arterias tan repletas de veneno, que tu cuerpo desarrolla enfermedades autoinmunes. Y no palpita el corazón, más bien se arrastra por el suelo.
Él… suda complejo de inferioridad por todos los poros de su cuerpo. Muerto está el tictac de su reloj vital. Quedó tan atrás su generosidad que habría que buscarla en la placenta. Tiene tantas ganas de enfermar que la obsesión complacerá sus súplicas.
No valora lo único que tiene, y cuando prueba, mete pata, tronco y cráneo hasta el fondo. Confía en hacerlo tan maravillosamente bien, que la triste realidad se parte el culo.
Nosotros… tenemos en común un apellido y un destino: de aquí a cien años, todos bajo tierra.
Vosotros… tenéis en común dos apellidos y cinco mil trastornos. Sois el mejor ejemplo de lo que no hay que imitar. Pero sé que lloráis por dentro, tanto, que un día necesitaréis flotadores. Amáis tanto vuestro ego que no os queda nada para repartir. Os merecéis tanto, y tan duro, que a veces me hace daño sólo pensarlo. Y el rebufo de la felicidad ya os ha dejado en la cuneta. Justicia poética, volved a buscarla.
Ellas… solo esperan un perdón y un “te quiero”.
Felices divorcios.
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