domingo, 20 de diciembre de 2009

El dueño de Rudolph


El abarrotado hall de entrada tronaba y latía como una tormenta propia del Juicio Final. El gigantesco abeto, que se erguía quince metros desde el suelo, se ladeaba pesadamente y amenazaba con aplastar la marabunta de niños histéricos que chocaban entre sí nerviosamente. Lo que en un principio pretendía ser una fila sosegada que acababa en Raymond Curling, ahora era una corpulenta y palpitante masa rugiente formada por pequeñas y alocadas cabezas. “Hoy va a ser un gran día”, pensó Curling impaciente desde su mullido trono. A su izquierda, un grueso saco marrón del tamaño de un fardo de patatas le observaba expectante.
Un hombre anunció por la megafonía del centro comercial que Papá Noel estaría listo para escucharles a todos en pocos minutos. Su timbre de voz sonó tan vivaracho como fingido, como el tono que emplean los vendedores de coches para embaucar a sus clientes. La multitud aulló de jubiló y estallaron los cánticos. Un chiquillo de unos cinco años le pellizcó las nalgas a la niña situada delante suya, para después sacarla la lengua y sonreír con una picardía casi instintiva. La niña rompió a sollozar tirando de la mano de su madre. Otro comenzó a trepar el descomunal abeto y logró atrapar un conejo de chocolate antes de que un fornido vigilante de seguridad le cogiera de la cintura y lo devolviera al tumulto.
El fino telón de seda roja se abrió de repente. Curling y sus dos elfos aparecieron de pie ante el griterío, al tiempo que una avalancha de globos y confeti comenzaba a llover desde la marmórea cúpula del edificio. Los chillidos subieron sus decibelios, formando un estruendo ensordecedor. Curling y sus dos elfos, que habían firmado el contrato temporal apenas dos horas antes, saludaron efusivamente como si fueran líderes políticos después de un mitin. Al fin y al cabo, ellos eran los héroes que cumplirían los sueños de todos aquellos críos, se dijo Curling. Su impaciencia se había dejado arrastrar por el entusiasmo y le temblaban las piernas.
-Eh tío, no te enrolles hablando con los enanos que yo quiero largarme pronto de aquí -le soltó al oído el elfo de su derecha. Zack, creía que se llamaba. El tipo tenía una pinta ridícula con sus puntiagudas orejas de cartón, la cara pintada de verde brillante y ataviado con un chaleco y unos shorts rojos y blancos. Las puntas de sus negros botines de terciopelo estaban adornadas con grandes cascabeles dorados, lo que convertía sus movimientos en un espectáculo tronchante. Aunque Curling también tenía lo suyo. Lo que más le fastidiaba de aquel traje de Papá Noel era la abundante y sintética barba blanca, que picaba horrores, y el tremendo calor que daban el tejido de algodón y el áspero cojín que se había tenido que colocar en el vientre.
-No te preocupes -respondió al fin, y se sentó, absolutamente embriagado de excitación.

Llamó al primer niño de la fila (o lo que pretendía ser una fila) y éste se acercó a brincos. Llevaba un gorro de lana azul marino y un rubor fulgurante alumbraba sus carrillos. Se sentó en las rodillas de Curling y desplegó su dentadura con una sonrisa de oreja a oreja. Le faltaba un incisivo. El temblor impaciente de Curling había cesado.
-¿Qué regalo quieres que te traiga mañana en mi trineo, campeón? -le dijo, acariciándole la cabeza. El niño se revolvió de gusto y Curling sintió que el pobre hacía una fuerza sobrehumana para no orinarse encima.
-Pues… mmm… me gusta mucho Spiderman y… quiero tener los mismos poderes que él… -balbuceó avergonzado. Curling soltó una carcajada.
-No te preocupes, mañana tendrás el mismo traje que Spiderman bajo el árbol de tu salón. Y cuando te lo pongas absorberás todos sus poderes y te convertirás en un superhéroe.
El niño acabó finalmente orinándose en los pantalones y mojándole las piernas. Pero a Curling no le importó.
-Ahora toma -dijo mientras sacaba una pequeña caja oblonga del saco-. Rudolph, ya sabes, mi mejor reno, os ha traído otro regalo para todos. Pero recuerda que no lo puedes abrir hasta mañana por la noche, de lo contrario tu deseo no se cumplirá. ¿Vale campeón?
La caja, envuelta en papel charol negro, pasó a manos del niño. Dentro, un escorpión Centruroides elegans de color amarillo claro, alzó su rojizo aguijón preparado para defenderse. Había demasiado movimiento en aquel sitio oscuro, así que decidió utilizar su neurotoxina mortal al primer atisbo de peligro. El niño se alejó de Curling, de nuevo entre brincos de alegría.
Una niña de unos seis años con abrigo de lana repitió el camino hasta Curling, que aguardaba en su trono con los ojos encendidos como los de un demonio. La pequeña, aplastantemente adulta, pidió que sus padres “hicieran las paces” por navidad. Pero en el regalo que le había traído el reno Rudolph sólo había un frasco de ácido clorhídrico, con el corrosivo líquido oculto tras varias pegatinas que anunciaban “La bebida de los campeones”.
El siguiente pidió un coche patrulla teledirigido. A cambio, se llevó un tigre de peluche cuyo estómago estaba dotado de una barra de dinamita que estallaría en veinticuatro horas. A Curling le hizo una gracia especial este niño, que le dijo que de mayor quería ser policía o bombero y salvar vidas. El que había cazado un conejo de chocolate era más exigente y quería demasiadas cosas. Rudolph empezó trayéndole un vial con bacilos de ántrax que se liberarían al levantar la tapa de la caja.

El hall ardía y rugía aún con más fuerza, y el colosal abeto parecía inclinarse para saludar a cada una de las personas que entraba a ver a Papá Noel. Los globos y el confeti no dejaban de llover. “Definitivamente, hoy va a ser un gran día”, se dijo Curling con una mueca de satisfacción.

Viejo reloj de arena...

Naufrago entre dos aguas,
dos turbios extremos de pureza doctrinal,
que engullen todo cuanto tocan.
Naufrago alejado del punto medio,
y sin embargo, tan lejos y tan cerca,
del horizonte que me rodea...

Una voz hueca me invita a su orilla,
donde mueren de frío los ignorantes,
donde el mañana nunca importa.
Una voz áspera me aleja de ella,
donde yace la ardiente consciencia,
del viejo reloj de arena.

Y sin embargo, grano a grano
fabrico mis propias coartadas,
un oasis de hielo entre dos aguas.

Dos extremos de utópica belleza,
que rehúyen del sol y las estrellas, y
meciendo con su oleaje los planetas,
se hinchan de luz y de tristeza.
Ya fluye el agua por mis venas,
y me ahoga la puta incertidumbre.

Es, tan dulce esta sensación,
y sin embargo,
tan amargo el resultado...
Tengo, tan abrasada la cabeza,
y sin embargo,
tan helado el corazón...

jueves, 17 de diciembre de 2009

Apuesto el resto

“Apuesto el resto”, dijo ella mientras apuraba su último cigarrillo, “y esta noche, querido, mis cartas serán tu perdición”.
Y allí estaba yo, enfrente suya, acordándome de aquel viejo trilero que me regaló mi primera baraja de naipes. “Los diamantes inspiran poder y confianza, pero todo el mundo acaba eligiendo los corazones”. Y aquel tipo tenía razón. Porque yo no quería mirarla a la cara, ni tan siquiera observar sus cartas detenidamente como si en algún momento pudiera ver a través de ellas. Me quedé atontado con su escote sugerente.
“La estrategia agota”, pensé, “pero estamos tan cegados por alcanzar nuestras metas que competiríamos con cualquiera hasta el fin de los días”. Levanté la mirada. Tenía un gesto serio de concentración, como si estudiara una pizarra abarrotada de fórmulas matemáticas, aunque no parecía molesta por el hecho de haberla desnudado con los ojos durante todo ese rato.
“Y en cada choque de trenes, existe un momento decisivo que inclina la balanza hacia el éxito o el fracaso, concediéndonos un instante tan delicado como traicionero”. Sus generosos pechos me estaban sometiendo a examen. Levanté mi as y mi reina de diamantes. Quizás la competición tiene una carga erótica deslumbrante, después de todo. Quizás tendría que haber confiado en los corazones.
“Lo veo”, dije, después de un suspiro.
Ella observó mis cartas, con un apetito casi sexual, y sonrió.

lunes, 7 de diciembre de 2009

La pocilga universitaria

Cada uno de nosotros genera aproximadamente media tonelada de basura y residuos domésticos al año. Cada uno de nosotros produce, por norma general en una dieta sin fibra, doscientos gramos de excrementos diarios, que se convierten en un millón doscientas mil toneladas si tenemos en cuenta todos los habitantes del planeta. Si sumamos todo lo anterior obtenemos una cifra absolutamente irracional de auténtica mierda y despojos malolientes. Resulta difícil conocer dónde puede guardarse, y seguro que no es en los cajones del armarito del salón.

Te lo dedico a ti, preciosa. Porque eres tan atractiva como un estercolero. Y tus bellos ventanales dejan poco espacio para que te airees lo suficiente.

Sufres el mismo fallo multiorgánico que nuestro patético sistema educativo. Te dejas arrastrar por huracanes que tú misma provocaste, presa de un temor que tú misma forjaste. El miedo a la podredumbre te convierte en un pelele inútil y corrupto, un castillo abandonado rumbo a Oz. Y la vieja y baja bruja verrugosa mora en secretaría.

Tus paredes no se agrietan por la edad, sino por lástima. Padecen la condenada resignación de un tetrapléjico cuya redención se diluye en un vaso de cicuta. Soportan entre ellas demasiada amargura, un currículum casi ofensivo de cojera administrativa. Su triste y único consuelo es perecer y derrumbarse como un perro febril y extenuado.

Estás tan podrida por dentro de carroña e infamia que contaminas lo que te rodea. Tienes el don de idiotizar todo ser vivo que pisa tus aulas, como si desearas con todo tu empeño convertirles en tus lisiadas marionetas. Promueves la acracia con tanta vehemencia como hipocresía, haciéndonos creer que tus directrices no están marcadas por un nepotismo sempiterno y encubierto.

Estás sucia, preciosa. Estás manchada de perversión y mala praxis. Asustas por tu capacidad para absorber un deterioro universitario más que patente, acojonas con tu enorme talento para ganarte una fama deplorable. Das vergüenza ajena al centro formativo más cochambroso y enviciado que pueda existir en los cinco continentes. Eres la fábrica de parados y mezquinos más sutil del universo.

Bonito romance el nuestro. Pero ya nos quedan cuatro polvos mal contados. Tus armas burocráticas y tus jugueteos destructivos han acabado agotándome. Dejo que tu inútil elenco de profesores continúe royéndote las entrañas mientras se regocija en su propia incompetencia.

Tu destino es la demolición, preciosa, hazte a la idea tan pronto como puedas. Porque estás tan llena de mierda que generas contaminación y opiniones a favor de tu cierre a partes iguales.


A mi facultad.