Treinta y uno.
Nítido. Sucinto. Enérgico. Demasiado corto para considerarlo tortura, demasiado largo para considerarlo un error. De lo que sí estaba seguro es que aquel número no traería nada bueno. Impar, primo, simétrico respecto al áspero trece, negro en la ruleta del casino. Y feo, qué cojones. Aquel número seguramente se encargaría de sembrar un campo de minas alrededor de su determinación. Aquel número daba el pistoletazo de salida a su particular vía crucis. Y tenía que ser precisamente en aquel momento, cerca de que sus pupilas hubieran filmado tres décadas de vida, cuando se presentara aquel número a molestar, a confundir sus malditas prioridades.
Lo mejor que podía hacer era escapar. ¿O no? Quizás debía jugar con esa ventaja, la de conocer de antemano los peligros que tejían aquel perverso treinta y uno. Se rebuscó en los bolsillos y sólo arañó desechos de sí mismo. Suficiente. Si todo salía como él había planeado, había mucho que ganar y poco que perder.
Pero el treinta y uno, impar, primo, y negro, no era el mejor amigo de la suerte. Y, joder, esta vez no eran un puñado de fichas de plástico las que estaban en juego. Era un hueco y arrugado corazón.
Aquel treinta y uno de julio fue cuando la conoció a ella.
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