Te odio.
Odio cuando te aproximas, cuando mengua la distancia entre nosotros. Cuando guías a tus pasos a encontrarse con los míos. Cuando la frontera de tus labios son mis labios.
Odio cuando respiras, respirándome al oído. Cuando envasas al vacío el planeta a nuestros pies. Cuando deslumbras mis pupilas con las tuyas. Cuando vistes con la tela de tu piel mi desnudez.
Odio la timidez que colorea tus mejillas. La sombra de tus manos diminutas en la pared. Las cosquillas que despierta tu cabello en mi nariz. El ronroneo de tu voz cuando susurras.
Odio el perfil de tus caderas al enroscarse con las mías. El agua fría de la ducha que resbala por tu espalda. Los retales de la luna dibujados en tu cara. Y desayunar con vos, desprovisto de ropa alguna.
Y las heridas de guerra que cicatrizan en la cama. Y las marcas de pintalabios que se secan en la almohada. Hasta el ruido de las gotas de tormenta que golpean tu ventana. Incluso el eco que agitaba tus gemidos, por qué no.
Sí, te odio con locura. Odio todo lo que sea tuyo. Todo lo que pisas, todo lo que tocas, todo lo que se atreve a revelarme que existes, que sonríes a escondidas. Odio que vueles sin permiso por espacios vetados a los recuerdos. Odio que los controladores aéreos no se atrevan a prohibir tus aleteos. Odio que la crisis sólo sea crisis porque me priva de ti.
Te odio irremediablemente, porque desde que te conocí, todo lo demás me sabe a nada.
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