“Apuesto el resto”, dijo ella mientras apuraba su último cigarrillo, “y esta noche, querido, mis cartas serán tu perdición”.
Y allí estaba yo, enfrente suya, acordándome de aquel viejo trilero que me regaló mi primera baraja de naipes. “Los diamantes inspiran poder y confianza, pero todo el mundo acaba eligiendo los corazones”. Y aquel tipo tenía razón. Porque yo no quería mirarla a la cara, ni tan siquiera observar sus cartas detenidamente como si en algún momento pudiera ver a través de ellas. Me quedé atontado con su escote sugerente.
“La estrategia agota”, pensé, “pero estamos tan cegados por alcanzar nuestras metas que competiríamos con cualquiera hasta el fin de los días”. Levanté la mirada. Tenía un gesto serio de concentración, como si estudiara una pizarra abarrotada de fórmulas matemáticas, aunque no parecía molesta por el hecho de haberla desnudado con los ojos durante todo ese rato.
“Y en cada choque de trenes, existe un momento decisivo que inclina la balanza hacia el éxito o el fracaso, concediéndonos un instante tan delicado como traicionero”. Sus generosos pechos me estaban sometiendo a examen. Levanté mi as y mi reina de diamantes. Quizás la competición tiene una carga erótica deslumbrante, después de todo. Quizás tendría que haber confiado en los corazones.
“Lo veo”, dije, después de un suspiro.
Ella observó mis cartas, con un apetito casi sexual, y sonrió.
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