viernes, 22 de septiembre de 2017

Derivada de guerra


Quedaban poco más de 10 kilómetros, pero al número 76 le dolían demasiado las piernas. Cojeaba ostensiblemente de la derecha, que no sentía desde hacía tiempo. Amplios moratones coloreaban el muslo. Dos días antes cayó desde una altura de cinco metros cuando saltó desde la ventana de su casa, que se vino abajo poco después. Quizá un trombo.

Quedaban poco más de siete kilómetros, pero el número 44 se desmayó sobre la arena. Sangraba a borbotones de un costado, aunque había intentado frenar la hemorragia con una camisa sucia que apretaba con una cuerda de esparto. Esa mañana recibió un balazo que atravesó silbando la calle por donde cruzaba de acera a acera. Quizá desangrado.

Quedaban poco más de siete kilómetros, pero el número 43 se arrodilló junto al número 44. Tenía la cara ennegrecida y los ojos hundidos. En el brazo derecho presentaba quemaduras de segundo grado, pero eso no impidió que rodeara con él los hombros del número 44 y lo colocara bajo su cabeza a modo de almohada. Quizá la tristeza.

Quedaban poco más de cinco kilómetros, pero el número 62 se detuvo y miró hacia el cielo nocturno. Su cuerpo estaba prácticamente desnudo, salvo por unos pantalones de algodón rasgados a la altura de las rodillas. Exhalaba gruesas nubes de vaho y temblaba con espasmos nerviosos. Tenía la garganta inflamada y los labios azulados. Quizá el frío.

Quedaban poco más de tres kilómetros, pero al número 27 le parecía un mundo de distancia. Se sentó en el suelo abatido. Había perdido a su hermana, el número 28, varios kilómetros atrás. Ella le dijo que no se detuviera, que más adelante estaría a salvo. Se sacudió el polvo de las mejillas y del pelo y se levantó entre mareos. Lentamente, reanudó la marcha. Estuvo cerca de ser la nostalgia.

Quedaba menos de un kilómetro, y el número 1 podía ver un grupo de luces que palpitaban a lo lejos. Las estrellas vibraban como luciérnagas que festejaban una reunión de antiguos alumnos. Ochocientos metros. El número 59 vomitó un charco de bilis sobre sus pies descalzos. Seiscientos metros. El número 38 aún tuvo fuerzas para echar a correr. Doscientos metros después le reventó el corazón. Quizá la ansiedad. A cien metros, los ojos del número 1 se llenaron de lágrimas. El número 27 se acordó de su hermana mientras se acercaba a la valla donde las luces refulgían como antorchas de un castillo. Su voz retumbó en su cabeza mientras una figura le arropaba con una manta suave, parecida a la que cubría su cama hacía menos de dos días. “Ahí adelante estarás a salvo, pequeño, confía en mí”. Se estremeció y quiso gritar asustado, pero ella le había enseñado que los números siempre deben ser valientes.

Setenta y nueve números cruzaron la línea de meta esa noche, la noche de las luciérnagas. Dieciocho números se apagaron en el camino.
Pero sólo eran eso.
Números.

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