domingo, 21 de junio de 2015

Habitación 306


Mi trinchera se construyó ladrillo a ladrillo de algodón, suave, lento, como una canción de cuna, inmune a los disparos de los relojes.

Y ahora me miro sin ver por encima de un hombro desgastado de cargar culpas, me miro sin ver más allá de la h de horizonte, un escuálido cosiendo a interrogantes ese fortín, esa mina de diamantes, cuando no existe pólvora tan destructiva como la incertidumbre.

Entonces me acuerdo de ella. La Sagrada Familia. Perfecta. Perfectamente inacabada. Radiante. Veo sus grietas como las fascinantes arrugas de una sábana en la mañana. Queda tanto por hacer que no hace falta hacer nada más.

Y me acerco a ella, al compás de un paso tímido que fantasea con ser algún día marcha militar, y acaricio los pétalos de su sonrisa con la mía. Y ese loco universo que nos envuelve desaparece, y nos quedamos los dos solos como frutas abandonadas en un cesto, nos quedamos los dos a la deriva, en un océano de suspense y electricidad, y nuestros dedos tiemblan como las cuerdas de una guitarra. Y las fisuras de su mirada se convierten en abismos donde se despeñan las preguntas y emprende el vuelo un delirio incandescente, una fábula volcánica, pirotecnia de una noche de verano, el big bang, y construimos una atmósfera entre ambos donde no cabe una mísera molécula de oxígeno, donde la respiración se atraganta como espinas, las palabras se suicidan en la boca, y cualquier ridículo momento que se atreva a interrumpirnos se diluye.

Pero siempre, cuando el pulso recupera la armonía en su viaje, nos quedamos en el último ladrillo.
Porque así somos.
Perfectamente inacabados.

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