Cuando la vecina de al lado se ponía música, hasta las paredes vibraban. Siempre eran los Stones, y siempre empezaba con Satisfaction. Gritaba. Aullaba. Se dejaba los pulmones cada mañana. Casi tanto como cuando follaba. Eso ocurría todas las noches. Y a juzgar por los gemidos que se aventuraban sin éxito a ensombrecer los suyos, cada noche era una compañía distinta. Hombre, mujer. Hombres, mujeres. Alientos graves y agudos, jóvenes, maduros. Pero todos escandalosamente tímidos y educados en comparación con los de ella.
Cada día llevaba el pelo de un color diferente. No se depilaba las axilas. Tampoco se maquillaba. Bajaba en bragas a tirar la basura. Si alguien se cruzaba con ella en las escaleras, sonreía y achinaba los ojos a modo de saludo. Tenía una boca perfecta.
Se llamaba Sunny. Nació en Boston. Vino a estudiar literatura española hace casi cinco años. No volvió.
Y a César, que desde que llevaba camisetas del Pato Donald le chiflaban los enigmas, Sunny le pareció uno de los misterios más fascinantes que se había encontrado. En cuatro meses que llevaban compartiendo la tercera planta de aquel viejo edificio en Chamberí jamás había hablado con ella más de dos minutos. Hola, bienvenida, vivo a tu izquierda, soy periodista, me llamo tal, y tú. Anda Sunny, como la canción. Primera sonrisa. Bueno, encantado, para lo que quieras.
Una noche más la orquesta sinfónica de Boston hizo las delicias del público. Era jueves. Se había teñido de naranja, la había visto a mediodía cuando volvía de hacer la compra. Ya en casa, una botella de vino blanco recién adquirida en la bodega de la esquina le dijo a César que no fuera egoísta, que quería ser compartida. Que mañana mismo, que no iba a esperar más.
A las ocho de la tarde del viernes el timbre del tercero derecha rompió el silencio. La puerta se abrió, dejando que un intenso olor a canela se adueñara del pasillo.
-¡Hola! César, ¿no? -preguntó con un brazo apoyado en el marco.
-Sí. Hola. ¿Y tú Sunny verdad? -se escuchó decir él-. No pudo evitar rascarse la cabeza, de alguna manera instintivamente, haciéndose el tonto.
-Eso es. Como la canción -Y allí que aparecieron la sonrisa y los ojos achinados-.
-He pensado que tal vez te apetezca compartir esta botella. Es costumbre entre los vecinos del edificio.
-¿Yo te gusto, César? -soltó de pronto-.
Y cuando alguien que dedica su vida a las letras no sabe qué decir, la idea de que se ha convertido en un inútil integral sobrevuela sus pensamientos durante un momento. Breve, pero intenso. Como un latigazo.
Sunny se desabrochó la bata a rayas arcoíris que llevaba puesta. Debajo únicamente llevaba un conjunto de ropa interior a juego con su pintalabios, que resplandecía con chispazos azules como fuegos artificiales.
-Te lo voy a poner fácil -añadió-. Cogió con suavidad la mano desocupada de César y la posó con delicadeza en su pecho izquierdo. El tacto esponjoso le puso el vello de punta. -¿Sabes lo que late aquí dentro?
No hubo respuesta. César notó que empezaba a sudar.
-Un tumor. Del tamaño de una ciruela. Inoperable.
Las palabras salieron de su boca como una ventisca helada. César sólo notó sus latidos, lentos e irregulares, un redoble de tambores de guerra.
-En cualquier momento mi corazón se parará. Quiero que ese momento llegue mientras hago lo que me da la gana. No me va a coger arrodillada en un rincón. Y ahora, ¿quieres pasar? Ese vino tiene una pinta estupenda.
Ante aquellos ojos achinados que le sometían como un tótem, César vaciló durante un instante.
Un instante muy pequeño.
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