miércoles, 18 de enero de 2012

De cómo Yin conoció a Yang

"¿Qué te pasa, que no quieres follarme esta noche?", amenazó María de las Mercedes con las bragas en la mano. "¿Que qué me pasa? Fóllame tú que yo ya estoy hasta los huevos de ser el que lleva el timón". Porque follar es lo que tiene, es un verbo de una sola dirección y dos sentidos. El que folla es el que manda, y al que se follan es el gobernado, el sometido, el arrastrado hacia el perverso cosmos depravado del que folla. Pero María de las Mercedes era muy señorita en los juegos de colchón, con su cama oliendo a azucenas  y un solo suspiro de gusto en toda la aventura, al final, cuando el que folla ya tiene los dedos en carne viva de manosearla y la lengua como la bota de un cowboy. Hay un tipo que pregona por el barrio que consiguió que aquella dama se le subiera  encima y comenzara a rugir como un tigre de Bengala, pero no apostaría ni un mísero pelo de mi barba a que eso fuera cierto. Mira que engañaba la condenada, la primera vez que la recuerdo (vestida) fue en un bar del Barrio Gótico en penumbras, aunque la muy cachonda se había puesto pegatinas con luces parpadeantes por aquellas tetas de sandía, iluminando a fogonazos su contorno y reflejándolo en las paredes. Aquella noche hubo once desmayos y un infarto en aquel bar, hasta que una servilleta con forma de avioncito aterrizó en mi mesa solitaria con un mapa, una equis, y un "hasta dentro de una hora".

"¿Es que ya no te pongo, o qué?", se atrevió. "Pues nada, pues nos vamos a dormir", resopló, con todo su descaro. Y fue y se puso las bragas con un brinco de trapecista ocultando aquel coño tan esnob y sibarita, y media hora después cerré la boca y apagué el cerebro, por si se me acababa la batería.

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