Esto de las nuevas tecnologías es un coñazo. O mejor, una mierda. Y tengo asumido que parezco un abuelo de los de boina, chaleco de pana y garrote en mano diciendo esto, pero me la trae al fresco. Me siento jodidamente viejo cuando veo que lo poco que conocía de ellas hace un año ahora no sirve para nada. Es un constante pisoteo a las neuronas. No da tiempo a almacenar tanta información nueva que nos invade el cerebro como una avalancha de datos, a no ser que seas uno de esos con la enfermedad (sí, enfermedad) de recordarlo todo. “Hipermnesia”, me dice el Gúguel. Pero veis, ya he caído en la trampa de meterme hasta las cejas en esa atrofia remilgada llamada “nube” o “cloud computing” o “ciberespacio” o lo que sea, un término malparido que (paradójicamente) parió otra ristra interminable de cursiladas y anglicismos tan larga como un día entero viendo Telecinco.
El bautismo de fuego de un servidor en la “nube” no dejó mal sabor de boca. Al revés, el “todo gratis” nubló (y nunca mejor dicho) mi ojo crítico y dejé que me calara su chaparrón de supuestas buenas intenciones. Supuestas. Como drogas que son, la tecnología y lo gratis engancha, y las drogas no tienen buenas intenciones. Al menos, a largo plazo. Miren, que eso es malo, dispara los niveles de ansiedad cuando no se tiene. El clásico mono, como el sufrido en las largas ausencias de los besos añorados. La inercia me empuja hacia esas máquinas infernales y choco de frente con el culmen de la prostitución tecnológica, un pseudolenguaje devora vocales que se propaga como un virus y que convierte el sentido de la vista en una tortura china. Con la sensación de tener el cerebro cada noche más vacío y reseco, más impaciente por comprobar hasta dónde vamos a mutilar el diccionario. Las palabras se arrastran a trompicones por circuitos eléctricos y la chispa la prenden nuestros dedos, un colofón terrible a lo único que demuestra que no somos estúpidos aunque la mayoría se empeñe en justificar que son graduados en la materia. Es el castigo del siglo veintiuno, supongo, una caída libre desde la cima del mundo occidental.
Pero veis, ya he caído en la trampa de darle al botoncito de “publicar”. Joder.
miércoles, 20 de julio de 2011
viernes, 1 de julio de 2011
Jornada intensiva...
Sacas del bolsillo una llave reluciente y la introduces en el ojo de cerradura, que guiña un “bienvenidos a vuestro reino”. Una monarquía gobernada sin coronas, o una república legislada por tu cetro, qué más da, el caso es que es nuestro. Pero todo reino necesita de sudor, trabajo y sacrificio para sacarlo adelante…
Primero, y más importante, el ambiente laboral. Un suelo de barniz sobre madera, un colchón en un rincón, una pequeña chimenea. Una vela iluminada, una bañera, un vino peleón. Unas botellas de tequila, un balcón con vistas a una cala en Barcelona, un reloj. Ah, y una nevera llena, que no falte. Con un abanico de post-it donde publicar nuestras tareas.
Lunes, entrevista personal. Tú me exiges un currículum vitae con foto y todo, yo te obligo a que desnudes tus caderas. Tú me pides carta de presentación orientativa, y yo me presento en el valle de tus piernas. Tú me ofreces para el puesto un cheque en blanco, y yo firmo tus contratos con saliva en vez de tinta.
Martes, al tajo, jornada intensiva. Ocho horas sucesivas diseñando la estrategia empresarial. La alarma protesta a las siete, y a las siete y tres ya estamos listos con el mono de trabajo. O más bien, sin él. Un desayuno en la bañera, un tentempié en el balcón, y un ejército de medios disponibles nos rodea.
Miércoles, reunión en horizontal entre jefa y empleado. Un “te espero en mi despacho” y dos “esto aún no se ha acabado”. Dibujas en un post-it una oferta irrechazable, y me arrojas con violencia, y con abuso de poder, todas tus cláusulas secretas. Un ratito después cerramos, enroscados, el acuerdo comercial más productivo de la historia del planeta.
Un día más, y me subes el sueldo. Llega el jueves, y se dispara el valor de tus acciones. Tú me asciendes de becario a presidente, y yo te dejo que me trepes. Revienta el corcho de los vinos, los fondos del colchón se multiplican, y las crisis sólo existen cuando no invierto en tus bocados. Yo te monto, y tú me montas, en el dólar de las sábanas revueltas.
Pero el viernes, el sistema financiero se desploma. Abdican manos en espaldas, estallan guerras de gemidos, nacen paraísos fiscales por la almohada. Renuncia el valor de las palabras, suben los impuestos de la ropa. Tú me mandas un estudio de mercado, y yo estudio cada uno de los rincones de tu cuerpo. El valor de la moneda cae en picado, y el recambio dominante son tus huellas dactilares. Y en pleno revolcón de negocio, convocan huelga para el sábado. Sindicatos de los muelles ponen gritos en el cielo, y desde la patronal que lideramos gritamos aún más fuerte. Se desmorona el porcentaje de hipotecas, cuando mi única morada está en tu ombligo. Quiebra la banca, dimiten órganos, y la oferta y la demanda se disuelven con tequila en nuestros labios.
Con la empresa en números rojos, arrojamos a la hoguera el contrato vitalicio, y cerramos de un portazo nuestro reino. Nunca un par de decenas de metros cuadrados estuvieron tan bien gobernados.
Y el domingo…
…el domingo sacas del bolsillo una llave reluciente…
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