Samuel decidió la noche anterior ponerse el despertador una hora antes de lo normal para pegarse una buena ducha. Recién levantado, como diría su padre, no hay nada mejor que ponerse en remojo para espabilarse. Sin duda, aquel hombre era un saco sin fondo de consejos y sabias advertencias que primero eran ignoradas, pero que después eran tan útiles y eficaces que no podían pasar desapercibidas. Eso sí, cuando dieron las seis y cuarto de la mañana se acordó de su padre en otros términos más irrespetuosos. Pero qué coño, ya lo había decidido y no podía pedirle al reloj cinco minutos más como un niño chico. Así que se levantó de un salto haciendo un esfuerzo sobrehumano (incluso llegó a sentirse un superhéroe de los cómics durante un segundito) y hasta se regaló un par de flexiones en el suelo. Después se rascó el culo con fuerza y se desnudó, dejando su raído pijama de orangutanes en la cama.
Samuel también había decidido ponerse zapatos. Ni más ni menos que unos negros de cuero y punta cuadrada. Y allí estaban, bajo la silla del escritorio, aguardando el momento de cubrir sus pies recién limpios y darle un toque divino. Un momento… ¿divino? Seguro que esa es la palabra que emplearía su madre según le viera entrar al salón con la barbilla levantada. “Hijo, estás divino, ahora sólo falta que sonrías un poco para iluminar toda la ciudad”, le soltaría apartando la mirada del telediario. Pero ahora, después de ponerse aquellos zapatos negros de cuero y punta cuadrada, abrocharse una camisa de Boston (también negra) y enfundarse unos vaqueros ajustados de color azul claro, no se veía divino ante el espejo. Eso era de niños chicos. Se veía sencillamente espectacular. Remató la faena con un buen lavado de dientes y un enjuague bucal que le dejó un dulce regustillo a fresa. A Natalia se le iban a caer las bragas al suelo, seguro.
Samuel estaba decidido a convertirse, simple y llanamente, en otra persona. A partir de esa misma mañana quería que le llamaran Don Samuel. Sargento Mayor Samuel, quizás. Aunque según había leído en alguna que otra pintada en los lavabos, hacerse mayor era una mierda. Un adulto era “una mancha más en los calzoncillos de la vida”. Pero, ¿cómo sabían aquellos imbéciles lo que era estar en la piel de un adulto si no lo habían sido nunca? Seguro que su madre jamás les había dicho lo divinos que eran y que sus sonrisas podrían iluminar toda la ciudad. O su padre les tenía aterrorizados porque sacaba a paseo el cinturón con demasiada frecuencia. Daba igual, porque algún día se darían de bruces contra la ineludible realidad. Y en ese momento, serían ellos los que se cagarían en los calzoncillos. Samuel no pudo contener una carcajada nerviosa cuando cogió la maleta y lanzó un beso hacia su catre, cuyo fino y mugriento colchón le había visto crecer cincuenta y cinco centímetros.
Entonces la vio. Anotando cosas a una velocidad de vértigo en su bloc de notas, sentada en una de las mesas del gran comedor. Llevaba el pelo recogido en una coleta con una cinta rosa y se mordía el labio inferior con gesto de concentración. Se cruzó de piernas y abandonó el bolígrafo un segundo para alisarse la falda blanca, dejando entrever la tensión de sus muslos durante un fugaz instante. Suficiente para arrancar una erección a Don Samuel, que la observaba con los ojos encendidos y un pijama de orangutanes metido en una bolsa en la mano. Natalia, como si hubiese sido repentinamente alterada por aquella inyección sanguínea, levantó la mirada y abrió la boca de par en par. Después comenzó a ladear la cabeza y se levantó lentamente para avanzar hacia Don Samuel, esta vez, con gesto de preocupación (¿tanto le habría asustado aquel bulto entre las piernas?) o incluso de desconsuelo. Su mano, suave, caliente y pequeña, se colocó sobre el hombro de Don Samuel y le frotó como en uno de sus baños diarios. Luego la agitó delante de sus ojos, que no pudieron ver más que una sombra informe y voladora, y le dio una palmada en su espalda descubierta. Tenía frío, pero ahora era un fornido y varonil adulto que no podía quejarse en voz alta como un niño chico. Natalia suspiró. “¿Qué haces desnudo, Samuel?”. La voz tronó en las pupilas del recién condecorado Sargento Mayor y la bocanada de aire le peinó el flequillo (ahora sí que estaba espectacular). “Sabes que no puedes salir de tu cuarto así, cielo”. Se revolvió en el bolsillo y le metió uno de sus caramelos azules en la boca, los que le regalaba por las mañanas, cuando nadie miraba; sólo eran para él, no para aquellos mocosos idiotas que pintarrajeaban los lavabos. Don Samuel pudo leer una vez más aquel nombre cosido con hilo negro sobre su camisa abotonada hasta el cuello. “Enfermera jefe, Natalia Rey”. Después sintió un brazo que le rodeó firmemente pero con ternura, como el movimiento brusco de un director de orquesta que guía al maravilloso lamento de un violonchelo, y comenzó a arrastrar los pies en dirección opuesta al gran comedor.
Casi diez minutos más tarde, el recién condecorado Sargento Mayor Samuel descansaba arropado hasta nariz y una media sonrisa en la cara, mientras unos zapatos negros de cuero y punta cuadrada resplandecían bajo la silla del escritorio. Lo había conseguido. En poco tiempo, todos sabrían que él ya no es el que era (¿cómo podría serlo, si había logrado excitar incluso a Natalia?). Imaginó que ponía el despertador a las seis y cuarto de la mañana y sufrió un espasmo antes de caer profundamente dormido. Oh, claro que sí, lo había conseguido. Don Samuel era el chico de trece años más viejo del mundo.
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