Pasan los ratos, los desfiles de autocomplacencia en ropa interior, los despojos sintácticos. El termómetro sigue empeñado en no subirse los pantalones, y yo aliento su insistencia escapando marcha atrás con zancadas torpes, frías y sucias como los besos comprados en un burdel. Se arrastran las agujas y las cremalleras con un desatino irritantemente provocador, volando en clase turista con exceso de equipaje en cada uno de sus tenaces segundos. Quizás el refugio no esté bajo este cielo lluvioso y rasurado, sino en algún punto equidistante entre lejos y a tomar por el culo, o en cualquier colchón duro y polvoriento de un hotel perdido entre las calles.
Pero mientras me quedaré aquí, envuelto por las gélidas llamas de neón de Madrid, persiguiendo en vano las escaleras de emergencia de este cínico y destructivo paraíso.
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