No se le puede llamar destino porque esos pantalones le quedan grandes, y tampoco inercia, ya que el impulso que cogimos fue lo suficientemente poderoso como para vivir media vida en distintos sistemas solares.
Así que lo llamé azar, como llamé a la baldosa que me hizo tropezar ante sus ojos mientras le daba un sorbito a su ron con cocacola, o como apodé a John Lennon cuando entonó el twist and shout que me empujó a sus caderas. Como llamé al techo de hormigón que ahogó la cobertura de mi móvil y del suyo, al escalón donde arrastramos nuestras huellas, y a los tres primeros números que arrojó hasta mi agenda. Azar, tal y como rezaba en luces de neón la parada de autobús que escuchó su primer hasta mañana, la servilleta de papel que la besó en el irlandés al día siguiente, y los treinta grados a la sombra que arrancaron nuestra ropa.
Y como llamé a la milésima de segundo que olvidé que ella era lo más importante del mundo.
Todo eso era azar.
Y lo demás, basura y demagogia.
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