Veraneaba en el otoño con su sonrisa tímida habitual pero en las paradas del autobús podía oírse el eco de cuando reía desatada y me plantaba un beso en la mejilla por sorpresa como descorchando una botella de Rioja del sesenta y cuatro en un iglú. Entonces una ráfaga de viento despeinaba su flequillo dibujado con escuadra y cartabón, mientras metía sus manitas con rojo acrílico sobre el lienzo de sus uñas en el bolsillo de mi chaquetón y volteaba el mundo cruzándose de piernas. Después el gris marengo de las nubes se apagaba y sus labios comenzaban a temblar como un flan de caramelo recordándome que aquel postre aún estaba por tomar y que mañana, o tal vez pasado, pagaríamos la cuenta. Y el viento soplaba y la despeinaba y no para de reír hasta que llegaba el mastodonte sobre ruedas que nos llevaba hacia su alcoba, donde hacíamos montañas con la ropa y nos frotábamos como esquimales que fabricaban una hoguera, utilizando dos o tres gemidos al segundo como fuelle y medio millar de lametones de sarmiento.