Nunca apaguen su luz.
Fue cuando el sol se fundió con el horizonte haciendo una reverencia, fue entonces, cuando se rasgó la sábana de aquel iceberg con el lamento de un violín herido, entonces, cuando todas y cada una de las moléculas de aquel anciano esquimal se convirtieron a la vez en muerte y energía sembrando aquel páramo con las semillas de la revolución, fue entonces, cuando ahí que devoró la corteza y el manto y el núcleo terrestre una horda de átomos de vida que germinaron en una magnífica secuoya que atravesó el aire como una saeta de hielo, ahí, entonces. Y cuando llegada a una altura desde la que se podían contemplar el hambre y la codicia y la mentira y la peste cabalgando en potros moribundos y desquiciados, se quiso desatomizar en partículas de arcoíris que con un mestizaje celestial se agruparon para formar una aurora boreal que encendió hasta el rincón más aislado y lúgubre del cielo, y entonces, y ahí que llegaron los diamantes de luz a trompicones, a llamaradas, incendiando las ascuas de las hogueras que habían sucumbido al frío de la noche, alrededor de las cuales se acariciaban millones de cuerpos que estaban a punto de arrodillarse y rendirse a las tinieblas.
Y cuando despertó en ellos el calor de un nuevo día, un abrasador escalofrío recorrió sus venas y se supieron satisfechos con su cometido, y se quisieron como eran, y se vivieron, y se sintieron incandescentes como una radiante pira inmortal.
Y fue ahí.
Y fue entonces.