Tan delicados, piensa, como los sueños. Y las figuritas esas de porcelana.
Floripetra observa a su marido y le pellizca las nalgas con una sonrisa pícara, hermosa, juvenil. Su barbilla está levemente irritada por el roce con la barba de Pacofloro. Él también se pone rojo, pero de rubor. Firmes nalgas, ancha espalda, recias piernas. Como un chaval.
Está para que mañana, piensa, gane una maratón. Y nade hasta Formentera.
Ella le guía hasta su lado de la cama y le ayuda a acostarse entre crujidos de huesos y un coro de abucheos en la calle. Floripetra sólo escucha el murmullo de un banjo. Una vez él está completamente echado, ella va hacia su lado y se tumba con un gemido de dolor. El último. Van en pijama, pero son las tres y media de la tarde. Pacofloro se imagina con un traje negro y camisa azul y Floripetra con un vestido blanco y un lazo en la cintura. Los gritos de la calle son golondrinas dándose la charla. Las sirenas de policía son adagios.
Él coge un pequeño bote de su mesita de noche. Lo mira. La mira. Lo abre. El líquido de su interior brilla como las monedas de plata. Se lo lleva a los labios y le da un buen trago. Lo mira. La mira. Se lo da. Ella hace lo propio.
Floripetra tira el bote por la ventana. Se hace añicos contra el sueño. Las golondrinas interrumpen su cháchara durante un instante, sorprendidas. Los adagios mecen el tiempo con más fuerza que nunca. Mirándose a los ojos, enredan sus dedos una vez más. La última. Dos policías aporrean la puerta para sacarles de su casa. Que por la fuerza si hace falta, gruñen. Que tienen una orden, vocean.
Pero Pacofloro y Floripetra han vivido 46 maravillosos años en ella y no quieren marchitarse en otro lugar.